Mientras caía la noche también llovió. Nos refugiamos en una cafetería de las de toda la vida. Siempre es agradable encontrar una mesa libre, poder sentarte, quitarte el abrigo y pasar un rato a gusto en un sitio acogedor. Veía a la gente a través de la cristalera, corriendo con sus paraguas o sin ellos, y me sentía tontamente feliz. Al salir, las aceras mojadas reflejaban la luz amarillenta de las farolas y el frío me helaba las mejillas. No sé por qué esas sensaciones me recuerdan a mi infancia, quizás porque pasábamos más tiempo en la calle, jugando, entrenando, patinando, y en invierno sobre todo, llegar a casa, cambiarte de ropa y ponerte el pijama y la bata, era la sensación más maravillosa del mundo.
Hasta pronto.
La felicidad de las cosas pequeñas, ¿no?
ResponderEliminarAcá también tenemos esas bicicletas para alquilar, aunque nunca las he usado.